Una filosofía de la posibilidad sin promesa

Una filosofía de la posibilidad sin promesa

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El Meliorismo

Una filosofía de la posibilidad sin promesa.

Existe una posición ética que merece ser articulada con mayor precisión de la que habitualmente recibe. No es el optimismo, que confía en que todo saldrá bien. No es el pesimismo, que sospecha o afirma que nada puede salir bien. Es algo más sutil, más incómodo, y quizás más verdadero: la convicción de que las cosas pueden mejorar, pero que nada garantiza que lo harán.

A esta posición podemos llamarla meliorismo, siguiendo una tradición que viene de William James y los pragmatistas, aunque el nombre importa menos que el contenido. Lo que importa es reconocer que se trata de una posición filosófica distintiva, con su propia estructura lógica, sus propias exigencias psicológicas y sus propias implicaciones para la vida práctica.

La estructura de la incertidumbre moral

El meliorismo parte de una observación que parece obvia pero cuyas consecuencias rara vez se piensan hasta el final: el futuro está genuinamente abierto. No en el sentido trivial de que no conocemos lo que vendrá, sino en el sentido más profundo de que lo que vendrá no está determinado. Las cosas podrían ir de múltiples maneras, y cuál de esas maneras se realice depende en parte de lo que hagamos.

Esta apertura del futuro tiene una consecuencia que solemos evitar: nadie puede prometernos que nuestros esfuerzos tendrán éxito. Trabajamos por un mundo más justo sin saber si lo lograremos. Luchamos contra el sufrimiento evitable sin garantía de que prevaleceremos. Educamos a las siguientes generaciones sin certeza de que harán algo valioso con lo que les transmitimos.

El optimista escapa de esta incertidumbre mediante la fe: confía en que las cosas mejorarán, sea por providencia divina, por una lógica interna de la historia, o simplemente por una disposición temperamental a ver el vaso medio lleno. El pesimista escapa de otra manera: se anticipa al fracaso y así se protege de la decepción. Ambos, a su modo, se ahorran la incomodidad de vivir sin saber.

El meliorista rechaza ambas escapatorias. Sostiene la mirada ante la incertidumbre y decide actuar de todos modos.

Por qué esto constituye una posición ética distintiva

Podría pensarse que el meliorismo es simplemente una descripción del mundo: las cosas pueden mejorar o empeorar, depende de las circunstancias. Pero reducirlo a descripción es perder lo esencial. El meliorismo es ante todo una posición sobre cómo debemos relacionarnos con la posibilidad de mejoría.

Consideremos las alternativas. Si el optimismo fuera correcto y la mejoría estuviera garantizada, nuestra agencia moral tendría un carácter peculiar: seríamos instrumentos de un proceso que se completaría con o sin nosotros. Podríamos sentirnos bien contribuyendo, pero nuestra contribución sería en cierto sentido prescindible. El bien triunfaría de todas formas.

Si el pesimismo fuera correcto y ninguna mejoría duradera fuera posible, nuestra agencia moral tendría otro carácter igualmente peculiar: seríamos actores en una tragedia cuyo desenlace ya conocemos. Podríamos encontrar dignidad en el gesto, belleza en la resistencia fútil, pero no podríamos genuinamente esperar que nuestros esfuerzos cambiaran nada sustancial.

El meliorismo sitúa la agencia moral en un lugar diferente y más incómodo. Nuestros esfuerzos importan precisamente porque el resultado no está decidido. Podemos marcar la diferencia, pero también podemos fracasar. Esta combinación de posibilidad y riesgo es lo que da a la acción moral su peso específico.

La exigencia psicológica

Vivir como meliorista no es fácil. Requiere sostener una tensión que naturalmente tendemos a resolver en una dirección u otra. La tensión entre lucidez y esperanza, entre reconocimiento de los obstáculos y persistencia en el esfuerzo.

El optimista no necesita cultivar la persistencia porque confía en el resultado. El pesimista no necesita cultivar la esperanza porque ya la ha abandonado. El meliorista necesita ambas cosas simultáneamente: ver claramente las dificultades y seguir trabajando a pesar de ellas; reconocer que puede fracasar y no usar ese reconocimiento como excusa para dejar de intentar.

Hay algo en esta disposición que se parece a lo que los antiguos llamaban fortaleza, pero con un matiz diferente. La fortaleza clásica se ejercía ante males inevitables: soportar el dolor, enfrentar la muerte, resistir la tentación. La disposición meliorista se ejerce ante males evitables pero no necesariamente evitados: trabajar para prevenirlos sabiendo que podríamos no lograrlo.

Esta exigencia psicológica explica por qué el meliorismo es una posición minoritaria. Es más cómodo refugiarse en la certeza, sea la certeza del triunfo o la del fracaso. Vivir en la incertidumbre requiere una especie de entrenamiento emocional que pocos sistemas educativos o culturales proporcionan.

El error del progresismo y la tentación del cinismo

El siglo XX nos enseñó a desconfiar del progresismo, esa fe ilustrada en que la humanidad avanza inexorablemente hacia estados mejores. Las guerras mundiales, los totalitarismos, los genocidios industrializados demostraron que la barbarie no es un residuo del pasado destinado a desaparecer, sino una posibilidad permanente de la condición humana.

Esta lección era necesaria, pero muchos extrajeron de ella una conclusión equivocada. Si el progreso no es inevitable, concluyeron, entonces es ilusorio. Si no podemos confiar en la mejoría, entonces debemos asumir que nada mejora realmente o que toda mejoría es superficial y reversible.

El meliorismo rechaza esta conclusión. Que el progreso no sea inevitable no significa que sea imposible. Que la mejoría no esté garantizada no significa que no ocurra. La abolición de la esclavitud legal, la expansión del sufragio, la reducción de la mortalidad infantil, el reconocimiento gradual de derechos para grupos antes excluidos: estos son logros reales, aunque frágiles y reversibles.

La fragilidad de estos logros es precisamente el punto. No son conquistas definitivas aseguradas por una lógica histórica, sino logros contingentes que requieren mantenimiento continuo. Pueden perderse si dejamos de defenderlos. Esta fragilidad no los hace menos valiosos; los hace más valiosos, porque dependen de nosotros.

Una ética para tiempos de incertidumbre

Propongo que el meliorismo merece desarrollo como posición ética para nuestro tiempo. Vivimos una época de incertidumbre radical sobre el futuro: el cambio climático, las transformaciones tecnológicas, la inestabilidad política global. Nadie puede predecir con confianza cómo será el mundo en cincuenta años, ni siquiera en veinte.

Ante esta incertidumbre, el optimismo suena a negación y el pesimismo a rendición anticipada. El meliorismo ofrece una tercera vía: reconocer la gravedad de los desafíos sin asumir que son insuperables; trabajar por futuros mejores sin prometer que los alcanzaremos.

Esta posición tiene implicaciones prácticas concretas. Sugiere persistencia: si el éxito no está garantizado pero es posible, tiene sentido seguir intentando incluso tras fracasos repetidos. Sugiere experimentación: si no sabemos qué funcionará, debemos probar múltiples aproximaciones y aprender de los resultados. Sugiere atención a las condiciones: si la mejoría depende de ciertas circunstancias, debemos trabajar para crear y mantener esas circunstancias.

Pero sobre todo, el meliorismo sugiere una cierta relación con la responsabilidad. No somos responsables de que las cosas mejoren, porque eso no depende solo de nosotros. Pero somos responsables de intentarlo, de contribuir, de hacer nuestra parte sin garantía de que será suficiente.

La dignidad de la acción sin garantías

Hay algo profundamente humano en actuar sin certeza del resultado. Los animales actúan por instinto; los dioses, si existieran, actuarían con conocimiento completo de las consecuencias. Solo los seres humanos actúan en esa zona intermedia donde podemos influir en el futuro pero no controlarlo, donde nuestras decisiones importan pero no determinan.

El meliorismo toma esta condición no como una limitación a lamentar sino como el terreno propio de la ética. La vida moral no sería lo que es si pudiéramos calcular con certeza los resultados de nuestras acciones. La incertidumbre no es un obstáculo para la ética; es su condición de posibilidad.

Esto significa que el valor de la acción moral no puede medirse solo por sus resultados. El meliorista que trabaja toda su vida por una causa justa y fracasa no ha desperdiciado su vida. Ha ejercido la única forma de agencia genuinamente disponible para seres como nosotros: actuar por lo que creemos correcto sabiendo que podríamos no lograrlo.

Quizás esta sea la contribución más importante del meliorismo como posición ética: recuperar la dignidad de la acción humana sin inflarla con promesas metafísicas. No necesitamos garantías cósmicas para que nuestros esfuerzos tengan sentido. Basta con que la mejoría sea posible y que dependa en parte de nosotros. Eso es todo lo que tenemos. Eso es suficiente.